9 Grandes Revoluciones en la Historia de la Música (Parte 1)

A veces alguien consigue modificar para siempre la música, hasta tal punto que influye sobre músicos que no nacen sino siglos después y que nunca lo han escuchado nombrar. Sobre esas personas y esos momentos versará esta flamante sección.

1. Reims (aprox. 1360)
Guillaume de Machaut, escribió la Misa de Nôtre Dame, famosa por dos motivos. Uno de ellos es que se trata de la primera misa que se conserva en la que todos los movimientos del Ordinario fueron compuestos polifónicamente, con unidad estilística y por una misma persona. El otro es la intrincadísima rítmica y el grado de disonancia que se escucha en muchos fragmentos. Un vanguardismo que no es otro, en realidad, que el del estilo de la época, llevado hasta sus últimas posibilidades por quien en esos días era considerado, sobre todo, como un gran poeta.
Durante años se pensó que esta misa había sido concebida en 1364 para la coronación de Carlos V de Francia, para quien Machaut ya había trabajado y a quien dedicó algunos de sus poemas bellamente iluminados. Hay pruebas, en cambio, de que se trató de una misa de conmemoración para un difunto.
La acumulación de disonancias y la complejidad del ritmo podrían hacer pensar que Machaut no sabía lo que hacía o, simplemente (y como se sostuvo durante mucho tiempo) que en la Edad Media se oía horizontalmente (voz por voz) y no se tenía una sensibilidad vertical y armónica. Dos elementos lo desmienten: el uso de isorritmia y hoquetus –los recursos principales de la obra– eran convencionales -aunque nunca con tal intensidad y maestría– en la época y, por otra parte, el análisis demuestra un minucioso plan armónico, acorde por acorde, en el que las disonancias fueron agregándose para aumentar el efecto de determinados pasajes. La isorritmia consistía en la repetición de motivos rítmicos o melódicos dentro del desarrollo estructural de una pieza, en general sobre la voz del tenor, y el hoquetus (literalmente hipo) era la sucesión de sonidos cortos y silencios. La combinación de ambos, sumada a la disonancia de la mayoría de los acordes, hace que el sonido de la Misa de Nôtre-Dame se acerque mucho a muchas obras del siglo XX.
Hubo, además, otras grandes revoluciones anteriores, empezando por la que debe haber significado el primer grupo de seres humanos golpeando palos o palmas o piedras mientras entonaban un posible himno para propiciar la caza o la buena fortuna o, más cerca, por las primeras notaciones que permitieron la transmisión de ideas musicales de mucha mayor complejidad que la que posibilitaban la memoria y el boca a boca. Pero la revolución de la Misa de Nôtre-Dame es, como todas las grandes revoluciones, simbólica. Allí se fundan, para el imaginario occidental, las que constituyen las dos columnas centrales de su andamiaje musical: la posibilidad de varias voces simultáneas haciendo cosas distintas (la polifonía) y la idea de complejidad asociada indisolublemente a la de valor.

2. Viena (1826)
La novedad de Beethoven, en todo caso, fue –además de su música– la fundación de una idea del arte (y del artista) que permanece vigente y a la que el rock, en particular el de las décadas de 1960 y 1970, le rindió un culto preferencial: lo progresivo entendido como valor en sí mismo, la autenticidad del creador y la noción de valor fuertemente asociada a la de dificultad (de composición, de ejecución y de audición) siguen sosteniendo el andamiaje de lo que la cultura occidental define, en materia musical, como bueno. Su música es tan polimórfica que todos, aun desde tendencias estéticas enfrentadas entre sí, pueden sentirse con justicia sus herederos.
El hecho de que Beethoven –el hombre que más hizo por construir un lenguaje instrumental autónomo y autorreferido en sus cuartetos para cuerdas, sus sonatas para piano y sus sinfonías– recurriera a la voz humana y a un texto literario en el último movimiento de la última sinfonía que llegó a completar –como en Per grazia ricevuta– dejaba sentadas las bases para que todo lo que sucediera con posterioridad pudiera considerarse como su legado.
Una de las obsesiones de Beethoven respecto de esa suerte de narración no argumental, puramente musical, tuvo que ver con la forma. En la tradición acuñada por Haydn y Mozart, el primer movimiento de las sonatas, cuartetos y sinfonías era, casi siempre, el que acarreaba el peso de lo trascendente. Allí había desarrollo, había conflicto entre temas contrastantes y entre tonalidades y aparecían las modulaciones más osadas; ése, sin ir más lejos, era el movimiento más largo. El resto, más bien ritual, consistía en una canción, una danza y un final más bien optimista que solía desmentir las densidades alcanzadas al comienzo. Beethoven subvirtió ese modelo. A lo largo de su vida escribió obras que comenzaban con el movimiento lento (la Sonata Claro de luna); obras en dos movimientos de los que, además, el segundo era mucho más largo que el primero (la Sonata Op. 111); obras en que el movimiento lento no sólo era el más largo sino que ocupaba la mitad de la duración total de la sonata y donde las variaciones reemplazaban a la Forma Sonata como centro neurálgico (la Op. 106, Hammerklavier); sinfonías como la novena, que luego de uno de los comienzos más contundentes jamás escritos se las arreglaba para que el final fuera sentido como una nueva culminación.
Hay, en ese sentido, una composición ejemplar. Uno de los últimos cuartetos para cuerdas, concluido en enero de 1826, comienza con un movimiento armado explícitamente a partir de contrastes extremos: unísonos y densa polifonía, lo viejo y lo nuevo, lo propulsivo y lo estático. La tonalidad de la obra es la misma de la Sonata Op. 106, y el cuarteto, publicado con el Op. 130, no sólo tiene seis movimientos en lugar de los cuatro acostumbrados sino que el último es una fuga. Una fuga, además, disonante, resistente y llena de exigencias. Más allá de que en diciembre de ese año Beethoven, por consejo del editor Artaria, aceptara reemplazar ese movimiento por otro mucho más convencional y darle a la fuga nombre y número de opus propio (Grande fugue, tantôt libre, tantôt recherchée, Op. 133), resulta mucho más interesante ceñirse a la forma inicial. Por dos motivos: uno tiene que ver con la noción de la autenticidad como valor, que el propio Beethoven se ocupó de cristalizar (y la obra auténtica es, sin duda, la que tiene la Gran Fuga como final); pero el otro es mucho más importante: hay un primer movimiento concebido sobre la explicitación de lo extremo que funciona, además, como ensayo y summa del saber sobre la Forma Sonata; hay un Presto furibundo, un Andante que funciona como remanso y una danza rural y la fuga –ese homenaje a lo arcaico que en Beethoven sirve como pasaporte al futuro– se escuchará recién después de una cuarta pieza de carácter, una cavatina. Este movimiento, concebido como una especie de aria con acompañamiento, es una de las canciones instrumentales más bellas de la historia. Pero su belleza sólo puede completarse con lo que sigue; con el efecto que, en relación con ese lirismo siempre contenido, producen los falsos comienzos de la Gran Fuga, su motivo rítmico obsesivo y un contrapunto que se niega a conceder a nada que no sea La Forma, en su forma más pura.

3. París (1902)
Algunos compositores crearon nuevos materiales; inventaron escalas y ritmos. Otros, aun cuando incorporaron materiales novedosos, los pensaron de una forma absolutamente diferente. Si Arnold Schönberg recurrió a medios tan extremos como la composición con doce notas para encontrar un camino que le permitiera seguir haciendo música romántica, el rumbo que unos años antes tomó Claude Debussy fue casi el inverso. Debussy construyó su música con lo mismo –más o menos– que el romanticismo, pero la forma de construirla fue radicalmente distinta.
Durante el siglo XIX, la idea de la música se edifica sobre algunos principios básicos consolidados alrededor de la figura de Beethoven, en cuya época apareció, además, el concepto de historia de la música, (los conciertos públicos y la necesidad de repertorio). Beethoven fue colocado en el centro del sistema, los compositores anteriores fueron leídos como precursores y la época se dedicó a discutir quién sería el sucesor.
Debussy irrumpió con un puñado de gestos revolucionarios: interesarse por el sonido como tal, explotar las disonancias por su color –y no por su significación en relación con la armonía– y la disposición de los motivos en mosaico (reemplazando los desarrollos temáticos), utilizar escalas antiguas o inventadas –como la escala por tonos– para crear un tipo de música en el que las relaciones obligatorias y el devenir inexorable hacia un acorde en particular se flexibilizaron, enmascararon, difuminaron y hasta llegaron a desaparecer. Algunos, por analogía con las artes plásticas, llamaron a este estilo “impresionista”, aun cuando sus fuentes eran mucho más literarias que pictóricas. Resulta más preciso, en todo caso, considerarlo puntillista: en Debussy el lugar de los puntos de color es ocupado por “motivos diminutos, fragmentos temáticos, acordes cargados de implicaciones y sutiles timbres instrumentales”.
“Pelléas et Mélisande” se estrenó en la Opéra-Comique en abril de 1902. Los ensayos habían empezado en enero, y la frase que el compositor más repitió a lo largo de todos esos meses estaba dirigida al elenco: “Olvídense de que son cantantes de ópera”.
Se podría pensar, que “Pelléas et Melisande” –la obra que funda, junto con otras del mismo autor, un nuevo paradigma para el siglo XX– es una nueva versión de “Tristan und Isolde” de Richard Wagner. Pero en Debussy, el vocabulario es un poco más moderno, pero la melodía polifónica infinita es sustituida por la idea del mosaico, la pasión y la elocuencia por emociones apenas insinuadas, la métrica regular se deja regir por el mismo carácter brumoso de la orquestación y el ritmo apenas se diferencia del habla cotidiana.

4. Viena (1923)
Era vienés, contemporáneo de Wittgenstein y amigo de Kandinsky. A principios de los años 20, Arnold Schönberg aprovechó dos de las formas musicales más adocenadas de la tradición –un vals y una suite de danzas barroca– para lanzar la consigna que revolucionaría la música del siglo: ¡el dodecafonismo!
Schönberg, pretendía legitimar con la tradición y la naturaleza la que para el oído occidental sigue siendo –aún hoy– la gran ruptura del orden natural: la extraña idea de asignarle igual jerarquía a los doce sonidos de la escala cromática e inventar un sistema de composición capaz de organizarlos.
En su ensayo “Brahms, el progresivo”, Schönberg  genera polémica entre los seguidores de Brahms y de Wagner. Para las lecturas de fines del siglo XIX, Wagner, obviamente, era el progresista; su Tristán, de hecho, fundaba una posible nueva armonía. Y Brahms –con sus sinfonías y conciertos, sus sonatas y variaciones, su culto a Beethoven (por un lado) y (por el otro) al viejo contrapunto alemán, principalmente Heinrich Schütz.
Schönberg dice exactamente lo contrario. Basándose en el análisis del primer movimiento de la Cuarta Sinfonía, demuestra que la bellísima melodía inicial, tan romántica, y todo lo que sucede después, no son otra cosa que el juego con la distancia entre los dos primeros sonidos del tema (un intervalo), repetida o invertida y paseada por distintos lugares armónicos.
La afirmación de Schönberg corre en dos direcciones. La intención explícita es levantar la bandera de la abstracción y la música pura y, de paso, decir que aun las piezas más líricas responden a sistemas y cálculos; es decir: que la tradición (lo supuestamente natural) también es arbitrario. Y la intención implícita, por supuesto, es sostener que las nuevas arbitrariedades no son menos naturales que las antiguas. Schönberg incluye a Brahms en la tradición de la vanguardia para incluirse a sí mismo en la tradición brahmsiana.
El camino de Schönberg, comenzó con una especie de hipermahlerismo (lo que a su vez era un hiperwagnerismo). En realidad, ese derrotero pone en escena una de las ideas en las que creía con mayor firmeza: la del progreso inevitable (y en una dirección inevitable). Se podría decir que las ideas de Schönberg tal vez no sean siempre ciertas para la historia de la música, pero sí lo son para la suya.
“La música de Schönberg nos lleva a un nuevo mundo, en el que las vivencias musicales ya no son acústicas sino puramente espirituales”, decía Kandinsky. “Aquí empieza la música del futuro”, anunciaba. Y algo de eso era cierto. Aun cuando el sistema dodecafónico no fue usado de manera ortodoxa por muchos ni por demasiado tiempo, la transformación en la manera de pensar la música fue radical. Y muchos de los aspectos secundarios que aparecieron asociados a los primeros dodecafonistas se convirtieron en esenciales para gran parte de la música que vendría después: la ruptura de pies rítmicos regulares, el uso intensivo de lo que la tradición definía como “disonante”, el evitamiento de movimientos melódicos que pudieran sugerir una escala.
El conjunto de las Cinco Piezas Op. 23, de una concentración extrema, tal vez sea la culminación del estilo pianístico de Schönberg. Fue publicado en 1923, inmediatamente después de un período de dos años de silencio. Toda la colección está compuesta a partir de los principios de desarrollo motívico y variación. La primera pieza es sumamente concisa; la segunda es una erupción de gestos violentos y contrastantes; la tercera, quizá la más rica en invención, está basada en una serie de cinco notas que gobierna cada uno de sus aspectos; la cuarta, con su aliento improvisatorio, funciona como la necesaria preparación para el final. Allí Schönberg elige la forma conocida (y hasta prosaica) del vals para sostener el abordaje al nuevo mundo. La composición siguiente, la Suite para piano Op. 25, es totalmente dodecafónica, y también aquí opta por una de las formas más antiguas, la suite de danzas barroca.
“Las mías son composiciones dodecafónicas y no composiciones dodecafónicas”, decía Schönberg, que abandonaría luego los rigores del sistema pero dejaría para las fantasías de los compositores de posguerra -control total del material sonoro y predeterminación absoluta– una nueva religión. Pintor además de músico, Schönberg fue quien firmó el certificado de defunción del lenguaje de la música romántica, aunque fue un convencido de los grandes principios rectores del Romanticismo (empezando por la idea del Gran Arte).

Para el oyente común de Schönberg, sigue siendo alguien cercano a la encarnación del mal: ni más ni menos que el verdugo de lo que en música suele identificarse con “lo bello”. Si el oyente espera siempre alguna clase de narración musical –esa relación entre tensiones y distensiones que construye lo que el sentido común asocia con la melodía–, Schönberg prefirió otro camino: el del sonido en sí mismo. De ahí, tal vez, sus sufrimientos. En un mundo en el que los principios musicales no eran lo único que se desmoronaba, el progreso –incluso el no deseado– parecía inexorable. 

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