5. París (1931)
Tiene nombre de
milagro de ciencia ficción, y puede que la primera vez que se escuchó, hace ya
más de 80 años, sonara insensata y brutal, irreconocible como música del
futuro. En Ionisation, la obra con la que dividió aguas en la música del siglo
XX, Edgar Varèse prescinde de notas, escalas y melodías y consigue a fuerza de
puro golpe que la música no se despliegue en el tiempo sino en el espacio, como
un cuadro abstracto.
En París, en
1913, Edgar Varèse termina de componer Ionisation, la primera obra occidental y
abstracta escrita sólo para instrumentos de percusión. (Rítmicas, del cubano
Amadeo Roldán, es algo anterior, pero en este caso el ritmo aparece en relación
con referencias folklóricas.) “Su tiempo terminó pero él comienza”, escribe
Pierre Boulez en 1965, luego de la muerte de este autor nacido en 1883, formado
inicialmente como matemático y que ya en 1920 había prefigurado lo que sería la
música electroacústica. En Amériques, terminada en 1921, Varèse utilizaba una
gran orquesta conformada por 20 maderas, 21 bronces, 2 arpas, 18 percusionistas
y una inmensa masa de cuerdas, pero en ningún momento la empleaba a la manera
del posromanticismo: los grupos orquestales funcionaban como bloques y rara vez
se fusionaban entre sí; y sobre todo las alturas, que durante toda la tradición
tonal (y también, a su manera, en el dodecafonismo) había sido fundamental en
la construcción del discurso, en Varèse eran aspectos del timbre y del acento.
Varèse diseñó
una nueva manera de pensar la música, radicalmente distinta de todo lo
anterior, en que el color es el gran organizador de la forma, prescindiendo de
lo temático e incluso del intervalo aislado o de la serie de notas entendidos
como tema.
Si Schönberg y
sus discípulos se independizaron de la tonalidad, Varèse, en Ionisation, se
independiza incluso de las notas, es decir: de los sonidos temperados. Para el
dodecafonismo seguían existiendo el do, el mi o el si bemol, aunque organizados
de una forma distinta de la que fijaba la tradición tonal. Para Varèse había
tan solo sonidos puros y abstractos (golpes en instrumentos de percusión)
distribuidos en el espacio. Escrita para 37 instrumentos que incluyen varios
tipos de platillos, gongs, batería, campanas, sirenas, castañuelas y cajas
chinas de madera, la obra fue concebida para trece músicos, aunque en la
actualidad alcanza con seis (los percusionistas actuales están mucho más
familiarizados con esa clase de exigencia). Y, más allá de la importancia
alcanzada por la percusión en la música del siglo XX, la jugada de Varèse es
única. El material y su organización pertenecen a un universo totalmente nuevo
para la historia musical. No hay notas, no hay escalas ni melodías porque,
directamente, no hay instrumentos capaces de producirlas. En otras
composiciones, Varèse siguió subvirtiendo las reglas de la organización del
relato musical, hasta el punto de abolir el relato. Su música sucede en el
espacio mucho más que en el tiempo. La sensación producida por su lenguaje es
la de un estatismo cargado de tensión: una gran carga de energía, contenida a duras
penas, que espera explotar.
Varèse, quizás no
haya creado una nueva música, lo suyo simplemente haya sido, la fundación de un
nuevo arte sonoro.
6. Harlem, Nueva
York (1942)
El Be-Bop, nació
del swing, pero pasó a la historia como uno de los pliegues más sofisticados
del jazz, gracias al encuentro de dos músicos geniales, enemigos acérrimos de
todo estereotipo: Charlie “Bird” Parker y Dizzy Gillespie.
A fines de la
década del treinta, Gillespie, estaba en la banda de Cab Calloway, cuyo estilo detestaba.
A Calloway tampoco le gustaba la manera de tocar de Gillespie.
Bird decía: “No
soporto más la armonía estereotipada que ahora se les ha pegado a todos.
Empiezo a pensar que hay que hacer cualquier cosa que sea distinta. A veces
siento eso que quiero tocar, pero no estoy en condiciones de tocarlo”. Y
Gillespie: “Cuando era adolescente quería tocar sólo y exclusivamente swing.
Roy Eldridge era mi modelo. No importa lo que hiciera, quería sonar como él. Y
el hecho de no lograrlo me hacía sentir furioso y probar cualquier cosa. Y eso
devino en lo que ahora llaman Bop”.
En 1943, Dizzy y
Bird tocaron juntos en la banda de Earl Hines, y en 1944 en la de Billy
Eckstine. Ese año formaron un quinteto con el que tocaban en los clubes de la
52, la calle del Bop. El grupo, habitualmente, incluía a Clyde Hart en piano,
Remo Palmieri en guitarra, Slam Stewart en contrabajo y Cozy Cole en batería,
aunque los nombres de Bud Powell, Max Roach y John Lewis circulaban por allí
con frecuencia. También el de un joven trompetista que aparece por primera vez
en disco el 26 de noviembre de 1945. Era Miles Davis, tenía 19 años y ya se
preparaba para la próxima revolución. O las próximas. La del Birth of the Cool,
en 1948: la de Kind of Blue, en 1959, con John Coltrane y Bill Evans como
compañeros; la del quinteto de 1963 a 1968, con Wayne Shorter, Herbie Hancock,
Ron Carter y Tony Williams; la del jazz-rock, en 1969, con John McLaughlin y
Chick Corea.
No obstante, el
gran paso ya estaba dado. El jazz, una música naturalmente evolutiva –tal vez
porque se desarrolló en una época y en una sociedad que creía en las
evoluciones, y donde lo moderno fue una categoría de mercado–, se había
convertido en una música para ser escuchada. El encuentro de Parker y Gillespie
no fue, desde ya, el único camino. Estuvo también Ellington. Y los precursores
del Bop: Benny Carter, Lester Young, Don Byas, Coleman Hawkins. Y, antes, Armstrong
y Bix Beiderbecke. Pero de lo que se trataba, en todos los casos, era de algo
nuevo. De una nueva categoría. De algo que se había gestado en las calles y en
las plazas, en los cantos de trabajo, en la iglesia y en los funerales y que,
casi desde su comienzo (o por lo menos desde el comienzo de las grabaciones
discográficas y de su transmisión radial), había ido conquistando una función
nueva: la de la escucha atenta. El jazz, como la música de tradición escrita,
era ahora una música artística.
7. Woodstock,
Nueva York (1952)
No propuso una
nueva organización rítmica (como Stravinsky). No revolucionó la armonía (como
el atonalismo). No reinventó la estructura (como el serialismo). Con 4’33”, la
obra que medio siglo después sigue pasmando auditorios, John Cage fue mucho más
lejos y atentó contra la única institución que las vanguardias habían dejado
intacta: el compositor mismo. Fue la primera vez que sucedía algo así, y debió
ser la única. Más que una obra era una idea. O, más bien, era una obra que
definía para siempre que la composición podía ser algo muy distinto de lo que
habían cristalizado Beethoven y el Romanticismo. No había expresión de
sentimientos únicos y profundos. No había puesta en escena de una vida trágica.
Y no había dificultad aparente. Cualquiera podía haberlo hecho, cualquiera
podía tocarlo (porque nadie podía tocarlo), cualquiera podía escuchar. Sin
embargo, nada era lo que parecía. El 29 de agosto de 1952, en la Maverick
Concert Hall de Woodstock, Nueva York, el joven pianista David Tudor presentó
una nueva composición de John Cage. El concierto estaba patrocinado por la
Benefit Artists Welfare Fund y el público era una audiencia interesada y
familiarizada con el arte de vanguardia. Aun así, 4’33” fue un escándalo.
Cuatro treinta y
tres no es una composición para piano. En realidad puede ser interpretada por
cualquier instrumentista o cualquier grupo de instrumentistas. Está dividida en
tres movimientos que suman los cuatro minutos con treinta y tres segundos del
título, separados por la señal de un reloj. Hay una partitura y el intérprete
(o el grupo de músicos) da vuelta las páginas cada vez que comienza un
movimiento. Pero tocar, no toca nada. Cuatro minutos treinta y tres es una obra
silenciosa. O todo lo contrario: una obra cargada con la imposibilidad del
silencio. El día del estreno, en el primer movimiento sonó el viento entre las
hojas y, en el segundo, algunas gotas de lluvia que comenzaron a caer. Y,
claro, el mismo público.
¿Qué era lo que
enojaba tanto de 4’33”? ¿Por qué todavía hoy hay quienes la toman casi como un
ataque personal y gritan con ira que “eso no es música”?, 4’33” no propone una nueva concepción de la
organización rítmica (como La consagración de la primavera), ni de la armonía
(como el atonalismo), ni de la tímbrica (como Varèse), ni de la estructura
(como el serialismo). No rompe explícitamente con ninguna de las maneras
tradicionales de hacer música. En realidad, las combate a todas al mismo
tiempo. Porque se enfrenta directamente con la idea de lo que es la música y,
sobre todo, con la única vaca sagrada vigente desde la Edad Media. Con el
monstruo que las vanguardias europeas, lejos de atacar, habían convertido en un
dios totalitario y prepotente: el compositor. Este demiurgo era capaz de
someter a intérpretes y oyentes a los desafíos más inusitados, se atrevía a
pautar hasta el límite de lo realizable (y también más allá) sus deseos y
llegaba al extremo con la música electrónica, en la que ya no era necesario
ningún intérprete en absoluto. Cage, por su parte, hacía exactamente lo
contrario.
Por primera vez
se cortaba ese hilo que venía extendiéndose desde el comienzo de la idea de
arte en Occidente y que, con Beethoven, había encontrado su cristalización y un
nuevo comienzo. Por primera vez se rompía la idea del arte de autor. Lo que
John Cage diseñaba no era sólo un nuevo arte sonoro, plasmado más en el espacio
que en el tiempo, sino una nueva manera de componer: para él (y para el
futuro), crear podía ser proponer un espacio y una situación determinados, de
modo que el compositor (el que organizara ese material que sonaba así, todo
junto, ahí mismo, por primera vez) fuera el oyente. Pero además, si las
vanguardias habían necesitado de sistemas para discutir sistemas, también en
ese sentido la revolución de Cage era inédita. Porque discutía la institución
del concierto con una obra que no podía tocarse en concierto; se enfrentaba con
los hábitos de los melómanos con una composición cuya interpretación no podía
ser discutida, ni comparada, ni coleccionada; problematizaba los medios masivos
de comunicación con cuatro minutos y treinta y tres segundos imposibles de difundir.
Y por último, pero no menos importante, componía algo por lo que era imposible
cobrar derechos de autor. Componía lo que no se podía componer.
8. Buenos Aires (1958)
Contemporáneos
del frondizismo, el grupo Contorno y las enérgicas primeras ficciones de David
Viñas, dos discos desconcertantes cierran la década del cincuenta y fundan el
horizonte moderno del tango: Tango progresivo y Octeto Buenos Aires. Los dos
llevan la firma de Astor Piazzolla, se fue a París y volvió a Buenos Aires a
cumplir con una misión más que polémica: arrancar al tango de su clasicismo
confortable, redimirlo de su monotonía y encumbrarlo en la historia como música
a secas.
En 1958,
Piazzolla decía haberse inspirado para su nuevo grupo en el octeto de Gerry
Mulligan. Y Gerry Mulligan, claro, jamás tuvo un octeto: el grupo que Piazzolla
había escuchado en 1954, mientras estaba en París, era su Tentette. Pero el
error poco importa. Ese octeto que por primera vez incluía guitarra eléctrica
además de dos bandoneones, violín, piano, cello y contrabajo, inauguraba una
nueva historia para la música.
Piazzolla dice
haber escuchado entonces al octeto de Mulligan, con el que descubre “ese goce
individual en las improvisaciones, el entusiasmo de conjunto al ejecutar un
acorde, en fin, algo que nunca había notado hasta ahora con los músicos y
música de tango”, y forma el genial Octeto Buenos Aires a imagen y semejanza de
ese falso recuerdo.
En 1958, el
grupo edita dos discos, Tango progresivo (un álbum de duración media, con seis
temas) y Octeto Buenos Aires. El primero nunca fue reeditado. El segundo cuenta
con varias publicaciones.
El mundo del
tango ortodoxo, ligado a los cantantes y al baile, nunca dejó de considerar
extraña esa música instrumental que se desentendía de los bailarines. La música
clásica, por su parte, siempre lo vio como un advenedizo, alguien que sabía
bastante de técnicas tradicionales pero no lo suficiente (sus fugas, por
ejemplo, carecían de desarrollo), y, sobre todo, alguien que, a pesar de sus
esfuerzos, fracasaba en las formas grandes.
Y en ese rechazo
había algo de verdad, la obra de Piazzolla, mucho más que algo situado a mitad
de camino entre lo popular y lo clásico, como todavía aseguran algunos, era uno
de los mejores ejemplos posibles de uno de los grandes fenómenos estéticos del
siglo XX: la músicas artística (que circula como tal, y cuya funcionalidad
predominante es la estética) desarrollada a partir de tradiciones populares.
9. Londres (1969)
Con Abbey Road,
los Beatles volvían al disco de estudio y lo festejaban con un puñado de
extravagancias: el uso del Moog, el solo de batería de Ringo, la batalla a pura
guitarra entre John, George y Paul. Sigilosa y radical, sin embargo, la
verdadera novedad del álbum estaba en otro lado: en las diez pistas del lado B,
donde los Beatles –después de trascender el formato de la canción pop– iban por
más, desarreglaban a fondo la idea de arreglo y reformulaban el concepto
occidental de composición. Crónica de una revolución todavía inconclusa.
La novedad de
ese disco que se llamaría Abbey Road, grabado entre julio y agosto de ese año
en los estudios EMI de la calle homónima, en St. John’s Wood, fue su lado dos:
las pistas 7 a 17 del CD. Ahí no había en juego sólo un puñado de canciones
relacionadas o unidas por afinidades estilísticas o poéticas; ahí los Beatles,
junto a George Martin, compusieron en el estudio algo totalmente nuevo a partir
de materiales preexistentes, unidos por una determinada organización tonal y
por algunas recapitulaciones temáticas.
Entre las
particularidades de Abbey Road están el uso del sintetizador Moog, el único
solo de batería de Ringo Starr y la batalla de guitarras entre John, George y
Paul en lo que iba a ser el final, “The End”. También la presencia de los
acordes de la Sonata Claro de luna de Beethoven en “Because”. Yoko tocaba la
sonata y John escuchaba. John, entonces, le pidió a Yoko que tocara esos
acordes de atrás para adelante. Ésa es la base de la canción en la que aparece
uno de los arreglos vocales más elaborados y complejos de la carrera de los
Beatles. Las partes de McCartney y Harrison, esta vez, fueron escritas por
Martin, a diferencia de ocasiones anteriores, en que habían usado armonía a
tres voces (“This Boy” y “Yes It Is”) y cada uno había arreglado su parte. El
color general está dominado por el coro masculino de nueve voces –producido por
la superposición de tres grabaciones de esas tres voces–, la guitarra de
Lennon, doblada por un clave eléctrico con sustain (tocado por Martin) y el
moog de Harrison. En esa serie de procesos (y en la naturalidad del resultado
final, donde no se percibe la menor impostación) puede leerse gran parte del
secreto Beatle. O, al menos, de una de las posibles imágenes de los Beatles.
Lo que hizo la
banda fue llevar la idea de arreglar una canción hasta el límite: hasta el
punto en el que casi dejaba de ser arreglo y también canción. El arreglo de
“Because” o la composición en estudio, a partir de montajes de fragmentos y
múltiples superposiciones de instrumentos (que a veces tocan sólo una nota en
un solo momento), no funcionan en realidad como agregados a temas anteriores,
vestimentas o embellecimientos (“arreglos”) de algo cuya esencia ya estaba
definida de antemano, sino que son el propio acto de composición.
Si lo que define
a la canción popular es un determinado texto, una línea melódica y una sucesión
de acordes (o a veces una sola de las tres cosas), las canciones de los Beatles sólo se definen
por su forma definitiva.
En ese sentido,
la revolución que desencadenó el lado dos de Abbey Road es todavía una
revolución inconclusa. Los Beatles no podían continuarla. Gentle Giant, King
Crimson, Pink Floyd o Yes –desde un lugar más cercano a la exhibición de
virtuosismo– buscaron hacerlo, y en alguna medida quedaron capturados por la
propia dinámica del show de rock que habían contribuido a crear. Radiohead, más
cerca, retomó ese camino. Pero, parafraseando a Marx, la historia se repite dos
veces: una vez como revolución, la otra como cita erudita.
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